El español: una lengua viva, diversa y en movimiento
- Nuria Gómez Belart
- 29 oct
- 4 Min. de lectura

Hace unos días me encontré con una publicación recién salida del horno donde se presentaban cifras sobre el alcance global del español. En ese libro se celebraban los millones de hablantes, los porcentajes de crecimiento y las proyecciones de expansión con un entusiasmo difícil de pasar por alto. El mensaje era más o menos este: el español crece, el español circula, el español se posiciona. Pero, al leer con más cuidado, apareció una incomodidad. Detrás de los datos había una idea de lengua que no reconocía su propia naturaleza viva. Era como si el español fuera una entidad uniforme, estable, idéntica a sí misma en todos los lugares donde se habla. Una lengua sin cuerpo, sin territorio y, sobre todo, sin gente.
Vale decirlo con todas las letras: reducir el español a una cifra es una forma de deshistorizarlo. Claro que sirve contar cuántas personas lo hablan, cuántos países lo enseñan, cuántas proyecciones de crecimiento se anticipan. Eso tiene valor para la diplomacia, para las industrias culturales, para las políticas educativas. El problema no es medir. El problema es creer que el número lo explica todo. Cuando el español se presenta como un bloque homogéneo, lo que se borra no es un matiz técnico: lo que se borra es la vida social de la lengua.
El español no es una sola voz que se multiplica; es una red de voces que se sostienen entre sí. Es una trama de acentos, registros, giros sintácticos, léxicos, marcas discursivas, posicionamientos identitarios. El español rioplatense, el caribeño, el andino, el mexicano, el centroamericano, el ecuatoguineano no son versiones “locales” de un supuesto modelo central. Son centros en sí mismos. Son sistemas completos, con tradiciones propias, con legitimidades propias. Presentar el español como si fuera un estándar único al que todas las demás variedades “se acercan más o menos” es una forma elegante de jerarquizar a quienes hablan.
Acá aparece otra cuestión que suele quedar escondida: el llamado “español estándar”, tan repetido en ámbitos editoriales y académicos, no es la lengua nativa de ninguna comunidad. Nadie nace hablando ese estándar. Es una construcción técnica, diseñada para resolver ciertas necesidades: traducir documentos de circulación internacional, unificar manuales, hacer normativa administrativa, producir textos masivos que necesiten ser entendidos por lectores lejanos entre sí. Es útil, sí. Pero no es “la lengua real”, y, sin embargo, se lo suele presentar como si fuera el español verdadero, y las demás formas como desviaciones toleradas. Esa operación no es inocente. Es política.
Cuando se naturaliza esa mirada, pasan dos cosas graves. Primero, se empobrece la lengua. Se la adelgaza. Se la deja reducida a una franja apenas aceptable de estructuras previsibles, como si el objetivo fuera hablar sin dejar rastros de identidad. Segundo, se instala la idea de que algunas maneras de hablar “quedan bien” y otras “quedan mal”, sin decir abiertamente que lo que se está evaluando no es la corrección gramatical, sino la procedencia social y geográfica de quien habla. Es decir, se usa la lengua como filtro de legitimidad.
También hay algo más estructural: cuando se defiende la idea de una lengua única, ordenada, neutral, lo que se está preservando no es la claridad, sino la comodidad del mercado. Una lengua presentada como uniforme es más fácil de vender, de empaquetar, de enseñar como producto exportable. Se vuelve marca, y cuando la lengua se convierte en marca, se la empieza a tratar como un activo que hay que proteger de “contaminaciones”. Esa palabra —contaminación— aparece más de lo que se admite. Lo interesante es que lo que se llama contaminación, desde otra mirada, se llama vida.
El español vive así: mezclándose, desplazando significados, incorporando léxico técnico a lo coloquial y coloquial a lo institucional, moviendo verbos de lugar, ajustando el trato social, inventando modos de marcar distancia o afecto. Esas decisiones no se toman en escritorios normativos. Se toman en la calle, en el audio de WhatsApp, en el consultorio médico cuando hay que explicar un diagnóstico difícil de manera humana, en la mesa del comedor cuando se habla de política familiar, en el aula cuando alguien formula una pregunta que no está en el manual.
Y si vamos más allá de la forma estrictamente lingüística, hay otra dimensión que rara vez se menciona cuando se habla del “peso” del español en el mundo: la responsabilidad enunciativa. No alcanza con decir que el español es masivo si no se mira cómo circula ese español. ¿Qué español aparece en la comunicación pública? ¿Qué español se usa para redactar normativas que afectan derechos? ¿Qué español se usa en entornos digitales para hablarle a ciudadanía que no necesariamente comparte los mismos capitales educativos? ¿Qué español se legitima como idioma de educación y qué español queda marcado como “incorrecto”, “vulgar”, “demasiado local”? Ahí hay poder.
Hablar de lengua viva no es hacer folclore con las variantes. No es decir “qué lindo cómo hablan en tal lugar”. Es asumir que cada forma de decir organiza la relación entre el Estado y la ciudadanía, entre la institución y la persona usuaria, entre quien tiene la palabra pública y quien la recibe. Cuando se impone un español supuestamente neutral, sin marcas de procedencia, normalmente lo que se está imponiendo es la variedad asociada al centro de difusión con más capacidad editorial y mediática, y eso, de nuevo, es una decisión política, económica y cultural, no un accidente lingüístico.
Por eso, después de leer esa publicación tan optimista sobre el tamaño del español, me quedó una sensación rara. No discuto que haya que conocer esos números. Sirven. Son insumo. Lo que discuto es que esa no puede ser la única forma de hablar de la lengua. Una lengua no está viva porque crece en cantidad. Está viva porque sigue pudiendo decir, porque no deja afuera a quienes la usan de otro modo, porque acepta ser tocada por quienes la necesitan para habitar el mundo.
Tal vez el mejor homenaje al español no sea repetir cuántos millones de hablantes tiene, sino escuchar qué hace cada comunidad con él. Escuchar cómo se lo dobla, cómo se lo adapta, cómo se lo vuelve cercano. Entender que el español no es patrimonio de una institución ni de una capital, sino de quienes lo sostienen todos los días con su propia cadencia, y confiar en algo simple: mientras haya alguien que lo diga con la marca de su historia personal, el español va a seguir vivo, y va a seguir siendo de todos.



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