Las tres lecturas en la corrección de textos
- Nuria Gómez Belart
- 14 sept
- 5 Min. de lectura
La corrección de textos es, desde hace siglos, un oficio que combina tradición cultural, rigor técnico y sensibilidad lectora. En apariencia, la tarea consiste en detectar errores, pero en la práctica es un proceso complejo que se despliega en distintas fases y con diferentes actitudes frente al texto. La idea de que la corrección se articula en tres pasos no es una invención reciente: proviene de la herencia clásica, fue consolidada por los impresores del Renacimiento y se mantiene vigente en la práctica profesional contemporánea. Estos tres momentos —la lectura ingenua, la corrección textual y la corrección gramatical— no representan tres lecturas mecánicas y sucesivas, sino tres miradas complementarias que se activan en momentos distintos del trabajo.
La lectura ingenua: volver a ser lector
El primer paso es la llamada lectura ingenua. Se trata de un gesto de humildad intelectual: la persona que corrige debe renunciar momentáneamente a su rol técnico y acercarse al texto como lo haría un lector común. En esta etapa no interesa la coma mal puesta ni la mayúscula omitida, sino la experiencia global de lectura. La pregunta fundamental es: ¿qué recibe el lector cuando se enfrenta a este texto?
La lectura ingenua permite detectar obstáculos de comprensión, inconsistencias argumentales o lagunas de información que solo emergen al leer de corrido. En un texto académico puede aparecer una referencia no explicada, en un relato de ficción un personaje que cambia de características sin justificación, en una autobiografía un dato sensible que exige una conversación previa con el autor. También es el momento de advertir si el registro se ajusta al público al que está dirigido: un manual técnico escrito con excesivo tecnicismo puede volverse inaccesible, mientras que un folleto de divulgación demasiado coloquial puede transmitir ligereza en un ámbito donde se espera seriedad.
Históricamente, la lectura ingenua estuvo ligada a la oralidad. En los talleres tipográficos medievales y renacentistas, el atendedor leía en voz alta para que el corrector escuchara y detectara fallas. Esa tradición se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX, cuando las crisis económicas llevaron a eliminar esa figura en periódicos y editoriales. Hoy, las tecnologías de lectura inmersiva cumplen en parte esa función. Le devuelven al corrector la posibilidad de escuchar el texto y captar matices que se escapan a la vista. Lo que no cambia es la premisa: leer como si fuera la primera vez.
La corrección textual: la arquitectura del discurso
Superada la primera lectura, comienza el segundo momento: la corrección textual. Aquí el foco ya no está en la reacción ingenua del lector, sino en la arquitectura interna del texto. La tarea consiste en examinar la coherencia temática, la progresión de ideas, el equilibrio entre secciones y el ritmo del discurso.
Un artículo periodístico necesita una entrada clara y un cierre que retome el hilo inicial para dar circularidad; una tesis académica debe sostener la continuidad entre capítulos y evitar saltos abruptos; una novela requiere consistencia en la voz narrativa y en el tono. En todos los casos, el corrector actúa como mediador: no escribe el texto en lugar del autor, pero reorganiza, sugiere recortes o reagrupamientos y, cuando es necesario, agrega elementos de enlace como resúmenes o transiciones.
En este nivel también se vigila la pertinencia de las citas y referencias. En tiempos de modelos generativos que producen bibliografías inventadas, la labor del corrector es decisiva para garantizar la fiabilidad académica. El objetivo es que el texto se sostenga como un todo, sin redundancias ni lagunas, con una lógica interna clara.
Aunque este paso bordea el terreno de la edición de contenido, se diferencia por una regla fundamental: la corrección textual no altera la identidad del texto. Se trata de pulir la forma en que la obra se ofrece al lector, no de reescribirla. En este sentido, la corrección textual es el espacio de mayor delicadeza ética: un corrector puede ayudar a que el discurso sea más claro, más ordenado, más persuasivo, pero nunca debe reemplazar la voz del autor.
La corrección gramatical: precisión y norma
El tercer momento es la corrección gramatical. Aquí la lupa se posa sobre la oración misma y sobre los signos que la acompañan. Tradicionalmente se distingue entre la revisión oracional y la ortotipográfica.
La primera implica asegurarse de que cada oración esté completa, con un verbo bien ubicado que organice la semántica. Revisar la sintaxis supone examinar el orden de palabras, las concordancias de número y persona, la morfostaxis que da solidez a las construcciones y, cuando corresponde, la dimensión fónica: repeticiones, rimas involuntarias o cacofonías que pueden arruinar la fluidez.
La segunda —la ortotipográfica— se centra en la puntuación, la ortografía, las mayúsculas, las cursivas, las comillas, la uniformidad tipográfica. Son aspectos que parecen menores, pero que definen la presentación profesional del texto y, en contextos académicos o jurídicos, garantizan la legitimidad de la comunicación.
Este paso tiene una base histórica y teórica fuerte. Desde los gramáticos de la Antigüedad hasta Chomsky, la oración se concibe como la unidad mínima de sentido. Por eso, ubicar el verbo y organizar en torno a él toda la estructura no es una obsesión técnica sino una necesidad semántica. Una oración incompleta, ambigua o incoherente compromete la claridad del texto entero.
Algunas escuelas proponen sumar un cuarto paso: la lectura final. En realidad, esta instancia es un regreso a la primera actitud, la del lector ingenuo, pero ahora sobre un texto pulido. Se trata de asegurar que no haya quedado ningún error, que la información sea consistente, que la tipografía esté unificada. Es el momento en que el corrector entrega un producto “limpio, prolijo”, capaz de circular sin sobresaltos.
Una tradición viva
La división en tres lecturas o pasos no es una receta mecánica ni una superstición profesional. Es la síntesis de una práctica histórica que se ha transmitido desde los copistas medievales hasta las redacciones digitales actuales. Lo que cambia son las herramientas: los atendedores de antaño fueron reemplazados por programas de lectura inmersiva; las erratas de las imprentas renacentistas hoy son detectadas por correctores digitales; las bibliografías inventadas exigen un control humano que ninguna máquina puede garantizar del todo.
La permanencia de este modelo muestra que la corrección no se limita a cazar errores dispersos, sino que es un proceso intelectual de múltiples niveles. La lectura ingenua abre la perspectiva del lector real; la corrección textual organiza la arquitectura del discurso; la corrección gramatical asegura la precisión normativa. Entre las tres se cubre el arco completo que va de la experiencia de lectura a la exigencia de la norma.
En un mundo saturado de textos que circulan con velocidad y en múltiples formatos, la vigencia de este método se vuelve aún más evidente. La corrección no es un lujo ni un gasto superfluo, sino una garantía de claridad, accesibilidad y responsabilidad en la comunicación. Leer tres veces, con tres actitudes distintas, es una forma de honrar tanto la tradición del oficio como las necesidades de los lectores contemporáneos.



Gracias, Nuria. La descripción que has realizado sobre el oficio de corrector no solo le otorga su justo lugar a través del tiempo, sino que lo sitúa y reafirma en la inmediatez que ofrecen las herramientas de la actualidad.