¿Por qué no pensar en un colegio profesional de correctores?
- Nuria Gómez Belart
- 22 sept
- 4 Min. de lectura

Cada tanto surge la inquietud de si la corrección de textos podría contar con una institución colegiada, tal como ocurre con médicos, arquitectos o traductores públicos. La pregunta no es menor: tener un colegio profesional implicaría no solo reconocimiento social, sino también una forma de ordenamiento de la práctica y de resguardo de quienes la ejercen. Sin embargo, cuando se examinan las condiciones que hacen posible ese modelo en otras disciplinas, se advierte que la corrección todavía está en un estadio previo de desarrollo institucional.
En Europa, la regulación de las profesiones se encuentra sistematizada en las directivas de reconocimiento de cualificaciones profesionales (2001/19/CE y 2005/36/CE), que establecen cinco niveles de categorización. Allí los correctores quedaron en la categoría 3, mientras que profesiones como la farmacéutica alcanzaron la 4. Esa diferencia no es casual: para acceder a la matrícula obligatoria que otorgan los colegios profesionales se exige que la formación sea de grado universitario y que exista un marco legal que otorgue al título un peso jurídico específico.
Esto explica por qué los médicos, arquitectos o traductores públicos tienen colegiaturas: su firma tiene consecuencias legales. Quien suscribe un plano o un dictamen se hace responsable jurídicamente de los efectos que ese documento pueda tener. En corrección, en cambio, la situación es distinta: el corrector se hace responsable de la calidad técnica de un texto, pero no existen instancias legales donde su firma tenga carácter vinculante.
El escollo de la formación
El principal límite para pensar en un colegio profesional de correctores es la ausencia de carreras de grado universitario en corrección. Hoy existen diplomaturas, tecnicaturas y posgrados, pero no una licenciatura que brinde un título habilitante. Y sin título universitario no hay posibilidad de colegiar una profesión: los colegios no se crean para oficios ni para perfiles técnicos, sino para profesiones universitarias con responsabilidad civil o penal.
De ahí que, en el corto plazo, resulte más viable pensar en esquemas de certificación de calidad que en una matrícula obligatoria. Certificaciones similares a las normas IRAM o a los sellos de calidad podrían contribuir a garantizar estándares. Claro que allí se abre otro debate: ¿qué significa una “buena” corrección? No es lo mismo evaluar un texto literario que un manual técnico, una resolución administrativa o un ensayo académico. Cada campo tiene parámetros distintos, y sería necesario diseñar criterios claros, consensuados y aplicables a cada ámbito.
Lo que se podría ganar con la profesionalización
Más allá de las trabas actuales, resulta interesante imaginar qué sucedería si la corrección se profesionalizara en términos plenos. En primer lugar, se consolidaría un campo laboral que muchas veces funciona de manera invisible. La corrección es una de esas actividades que se nota sobre todo cuando falta: un texto con errores ortográficos, sintácticos o de estilo daña la credibilidad de una institución, desmerece la obra de un autor o dificulta la comprensión de un documento administrativo. Un colegio profesional haría visible esa función y jerarquizaría el trabajo.
En segundo lugar, un colegio permitiría fijar aranceles de referencia, regular condiciones de contratación y brindar asesoramiento legal a los profesionales. Hoy muchos correctores trabajan en la informalidad, sin contratos claros, con tarifas arbitrarias y con escasa protección frente a incumplimientos de pago. Una institución colegiada podría convertirse en interlocutora válida frente a editoriales, universidades, organismos públicos y privados, garantizando condiciones laborales más justas.
Un tercer beneficio sería el desarrollo de códigos deontológicos que establezcan buenas prácticas, obligaciones éticas y criterios de responsabilidad profesional. Así como los médicos cuentan con un código de ética médica, los correctores podrían disponer de un marco que oriente la práctica frente a dilemas habituales: qué hacer cuando un autor se niega a aceptar cambios necesarios, cómo actuar ante plagio detectado en un texto, de qué manera garantizar la confidencialidad de documentos sensibles.
Por último, la colegiatura consolidaría la investigación y la formación continua. Con recursos propios, un colegio podría financiar estudios, otorgar becas, organizar congresos y fomentar publicaciones que fortalezcan la disciplina. Esto contribuiría a trazar un camino institucional claro entre la práctica profesional y el desarrollo académico.
La vía intermedia: certificaciones y formación
Mientras tanto, lo más realista es avanzar en dos frentes. Por un lado, impulsar certificaciones de calidad que permitan a los clientes y a las instituciones distinguir a quienes trabajan con estándares profesionales. Estas certificaciones podrían basarse en evaluaciones de competencia, en la acreditación de formación continua y en la experiencia comprobada en determinados ámbitos.
Por otro lado, resulta indispensable crear carreras universitarias de grado en corrección. Sin esa base formativa, cualquier intento de colegiatura carece de sustento. Una licenciatura en corrección permitiría articular conocimientos lingüísticos, literarios, técnicos y digitales, y brindaría un título con peso académico que diferencie a los profesionales formados de quienes realizan correcciones de manera empírica.
Un horizonte posible: el “corrector público”
Mirando a largo plazo, podría pensarse en la figura del “corrector público”, al estilo del traductor público. Esa figura daría fe pública de la fidelidad y corrección de un texto en contextos donde la precisión resulta clave: documentos administrativos, jurídicos, académicos o técnicos. Para llegar allí hacen falta pasos previos: formación universitaria, regulación legal y construcción de consenso dentro del propio colectivo de correctores.
Mientras tanto, lo que sí está al alcance es seguir visibilizando la importancia de la corrección, jerarquizar la disciplina y marcar diferencias claras entre profesionales formados y personas que realizan correcciones sin sustento académico. Esa tarea se viene llevando adelante desde hace años en distintas instancias de formación y en espacios de investigación.
La creación de un colegio profesional de correctores todavía está lejos en términos legales e institucionales, pero pensar en esa meta ayuda a imaginar un horizonte de mayor reconocimiento y mejores condiciones laborales. En el corto plazo, la clave está en impulsar certificaciones, en consolidar carreras de grado y en dar visibilidad a la profesión. El futuro del campo depende de que se lo reconozca no solo como un oficio, sino como una disciplina que combina conocimiento especializado, responsabilidad social y compromiso con la calidad de los textos.



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