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Juegos de amor y de guerra


Durante la Gran Razzia de 1942, una idea resonó ante la tragedia que cerró ese capítulo de la historia: las culpas y la vergüenza no deberían lavarse con sangre.

«Juegos de amor y de guerra», de Gonzalo Demaría y dirigida por Oscar Barney Finn, recrea la problemática de quienes protagonizaron -los perseguidores como los perseguidos, los responsables y las víctimas- los tiempos en que una situación extrema anunciaba la crisis y el Golpe de los Coroneles, los tiempos en que la pacatería y el qué-dirán eran los pilares sobre los que se sostenía la clase alta conservadora y los tiempos en que la cura del suicidio era la única vía posible para quien confesara un error deshonroso.

En el Colegio Militar, signado por la excelencia, el prestigio y los valores morales, una mujer indaga sobre la muerte de su hijo, quien fue fotografiado en situaciones poco gratas que no solo ofendían el honor toda una institución defensora de la Patria. En la búsqueda por la verdad, se descorren las máscaras de cada uno de los personajes, y se descubre el tema que realmente trata esta obra: la hipocresía de quienes se construyen en las apariencias y el odio o, si se prefiere, el desprecio entre la clase alta y la clase trabajadora.

En un mundo donde el ascenso social se reduce a favores y amenazas, la madre y el Teniente, encarnados por Andrea Bonelli y Luciano Castro, se mueven con una naturalidad perturbadora que lleva al público a comprender que ciertos conceptos, como «la grieta», no son algo nuevo en nuestra cultura. Esta madre es la síntesis de lo peor de esa sociedad y representa a ese grupo de personas que viven de ostentar su apellido o la superioridad de la familia a la que pertenece. Tiene un doble valor, puesto que se desenvuelve con gran sensualidad en el escenario, pero al mismo tiempo genera rechazo cuando muestra su faceta cínica. El Teniente, tan despreciado por su baja alcurnia y tan deseado por su virilidad, también genera esa fascinación ambigua de quien no puede dejar de mirar aquello que produce hasta repugnancia.

Hay un personaje que merece un comentario aparte: Celeste Imperio, el «transformista» que se aprovecha de la ignorancia, la inocencia o el descuido del cadete. Su personaje es maravillosamente patético, y refleja la naturaleza denigrada de esa sociedad. Se trata de un hombre que se aprovecha de los servicios de inteligencia para beneficio propio, que vive desbordado en todos los aspectos, pero que no es más que un pobre ser humano que busca sobrevivir siendo lo que es, sin disimulo.

En la puesta de Barney Finn, queda un sabor amargo que mueve a la reflexión. La culpa y los mandatos opresivos no quedan en el pasado cuando las miserias humanas proliferan y la mayor depravación de la humanidad, la guerra, marca el rumbo de cada persona.

Ficha de la obra Autoría: Gonzalo Demaria Actúan: Andrea Bonelli, Luciano Castro, Sebastián Holz, Santiago Magariños, Diego Vegezzi Vestuario: Mini Zuccheri Escenografía: Alejandro Mateo Iluminación: Leandra Rodríguez Peinados: Paula Molina Musicalización: Sergio Klanfer Asistencia de dirección: Mauro J Pérez Prensa: Walter Duche, Alejandro Zarate Producción: Mónica Benavidez Dirección: Oscar Barney Finn CENTRO CULTURAL DE LA COOPERACIÓN - Corrientes 1543

Esta reseña se publicó en La Cazuela.


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