top of page

El tiempo y la mirada: lo que decimos cuando conjugamos

  • Foto del escritor: Nuria Gómez Belart
    Nuria Gómez Belart
  • hace 14 minutos
  • 7 Min. de lectura
ree

Hay algo revelador en la manera en que las lenguas representan el tiempo. No se trata solo de indicar si una acción ocurrió antes o después, sino de cómo se percibe ese transcurso. En español, esa percepción se expresa a través del aspecto verbal, una categoría gramatical que diferencia entre mirar una acción terminada o verla mientras aún se desarrolla.

El aspecto perfectivo —visible en el pretérito perfecto simple: canté, viví, escribí— muestra los hechos como cerrados, ya cumplidos, con principio y fin definidos. El imperfectivo —propio del pretérito imperfecto: cantaba, vivía, escribía— nos deja dentro de la acción, sin certeza de su conclusión. Es el tiempo de lo que seguía pasando, el de la continuidad, el del mientras tanto.

Esa diferencia, que podría parecer puramente gramatical, revela un modo de entender el mundo y el paso del tiempo. El hablante de español no solo dice lo que pasó: lo siente, lo habita. Hay una dimensión afectiva en la forma en que el idioma se demora, se queda un poco más en las acciones, las mira desde dentro. Mientras otras lenguas tienden a clausurar los hechos, el español conserva el eco de lo inacabado. Por eso, cuando decimos Ayer llovía, evocamos una atmósfera, una sensación, algo que todavía se despliega. En cambio, Ayer llovió suena a balance, a suceso concluido. En una, el tiempo se cuenta; en la otra, se vive.


Una armonía demasiado perfecta

Una señora me recomendó que viera Dulces Magnolias. Me advirtió que era una serie tranquila, “de esas que hacen bien”, y lo cierto es que tiene esa apariencia: mujeres fuertes, vínculos entrañables, una comunidad que siempre está dispuesta a ayudar y una fe inquebrantable en la posibilidad de recomenzar. Pero después de ver las cuatro temporadas, me quedó una sensación extraña, casi perturbadora, ante tanta armonía forzada.

La serie tiene una impronta pedagógico, una suerte de manual emocional disfrazado de ficción. No se trata solo de entretener, sino de mostrar una manera de vivir, de resolver conflictos, de encauzar las emociones. Esa intención formativa, que en apariencia resulta inofensiva, termina delineando un ideal de conducta más cercano a la propaganda moral que al retrato de la vida real. Casi de una manera inevitable, me llevó a pensar en la forma en que los personajes de esta serie expresan sus emociones y su pensamiento en la variante del inglés del sur de los Estados Unidos.


El idioma del cierre

La estructura misma de la serie parece guiada por una lógica de clausura. Los conflictos se resuelven, los personajes aprenden la lección y el orden se restablece. Esa mirada tiene su correlato lingüístico: el inglés, la lengua en que está escrita, tiende a organizar el tiempo de manera perfectiva. En John walked, la acción se presenta como un hecho cerrado, con inicio y fin definidos; en John was walking, en cambio, se observa el proceso, pero sin quedarse en él.

El inglés cotidiano privilegia la mirada del resultado: cada acción es una etapa cumplida, un paso hacia la enseñanza siguiente. El español, más permeable al imperfectivo, permite habitar la duración y la ambigüedad. Desde esa perspectiva, el universo moral de Dulces Magnolias se percibe como un espejo de su lengua: un mundo de certidumbres, sin grises, donde la vida se concibe como una sucesión de hechos que se completan. La vida real, sin embargo, se parece más al imperfectivo: está hecha de pausas, de indecisiones, de momentos que no se cierran del todo.


La madurez exprés

En Dulces Magnolias, las personas procesan el dolor con una rapidez asombrosa. Un duelo, una separación o una crisis existencial duran lo justo para permitir una conversación profunda en la cocina o una caminata al atardecer. De pronto, alguien dice algo sabio —una frase sobre la fe, la gratitud o la importancia de dejar ir— y el problema parece disolverse. Lo que en la vida real requiere años de terapia, en Serenity se resuelve en un par de escenas y una copa de margarita.

Esa representación del sufrimiento edulcora la experiencia humana. La tristeza y la pérdida se tratan como estaciones de paso hacia una madurez inevitable, sin recaídas ni contradicciones. No hay espacio para la fragilidad ni para los procesos largos, porque el guion necesita avanzar hacia la siguiente enseñanza. El resultado es una versión moralmente aceptable del dolor: una tristeza domesticada que enseña más sobre lo que se espera sentir que sobre lo que realmente se siente.

En esa economía emocional se percibe, otra vez, la impronta de la lengua. En inglés, el tiempo se presenta como una secuencia de hechos que avanzan: las acciones ocurren, se resuelven y dejan paso a lo siguiente. No hay una gramática del demorarse, sino del continuar. Por eso, el duelo o la pérdida aparecen como episodios con principio y fin, más que como procesos. El idioma favorece un modo de narrar donde el progreso —no la permanencia— marca el pulso del relato.

El sufrimiento no se habita: se atraviesa. Lo que dura demasiado se elide o se vuelve silencio. Así, el inglés impone su propio tempo narrativo, una sintaxis de la resolución, donde cada emoción cumple una función y cede su lugar a la siguiente. El español, más dado a los matices del tiempo interno, percibe esa velocidad como una extrañeza: una urgencia por cerrar lo que todavía está sucediendo.


La palabra como bálsamo

Otro rasgo que llama la atención es la capacidad de los personajes para hablar de lo que sienten. Todos pueden explicar, con lucidez, el origen de su enojo o de su culpa. Nadie se queda sin palabras, nadie se enoja sin luego pedir disculpas. La palabra actúa como un instrumento de purificación: nombrar el dolor equivale a sanarlo. Esa habilidad discursiva, aunque inspiradora, resulta improbable en la vida real.

La existencia cotidiana está llena de silencios, de frases que no llegan, de emociones que no encuentran modo de expresarse. La serie propone una fantasía donde la comunicación perfecta garantiza la armonía. Pero hablar no siempre cura. A veces el silencio, la distancia o la confusión son etapas necesarias. Convertir la palabra en un remedio universal es otra forma de negar la complejidad de lo humano.

Esa prontitud para decir lo que se siente también puede leerse como una huella del idioma. El inglés es una lengua de la inmediatez: favorece las oraciones breves, los verbos visibles, la acción que ocurre en el presente o acaba de ocurrir. Su economía gramatical y su tendencia a la resolución refuerzan la idea de que todo puede arreglarse si se nombra a tiempo. En Dulces Magnolias, hablar equivale a reparar: cada emoción encuentra enseguida su causa y su remedio, cada conflicto se disuelve en una conversación bien articulada.

Pero esa fluidez discursiva empobrece la experiencia. En inglés, la palabra se pronuncia con eficacia; en español, sabe demorarse. Donde una lengua elige la claridad inmediata, la otra tolera el balbuceo, el silencio o la opacidad de lo que todavía no puede decirse. Por eso, vista desde el español, la serie reduce la complejidad afectiva a un intercambio terapéutico: un mundo donde la inmediatez del decir sustituye la lentitud del sentir.


El éxito sin mundo

A esa misma economía se suma un ideal de prosperidad sin pensamiento. En Dulces Magnolias casi no hay conversaciones sobre libros, política, trabajo o cultura. Los personajes hablan de sí mismos, de sus emociones o de las causas nobles a las que se dedican. Viven cómodamente, son admirados y logran todo lo que se proponen sin estudiar demasiado ni enfrentarse a dificultades estructurales. Su éxito parece brotar de la buena voluntad y de la fe, no del esfuerzo sostenido ni de la reflexión.

Ese modelo de plenitud desvinculada del conocimiento resulta engañoso. Reproduce la idea de que basta con la pureza moral o con la bondad de las intenciones para alcanzar la felicidad. En esa lógica, el trabajo intelectual o la curiosidad dejan de tener valor, porque el destino de los personajes depende más del equilibrio emocional que de la acción concreta.

También aquí puede rastrearse una afinidad con el inglés, una lengua pragmática y resolutiva, que privilegia la acción sobre la contemplación, el resultado sobre el proceso. En inglés, los verbos se imponen: la frase avanza, hace, concreta. No hay espacio para la divagación, ese terreno donde el español se permite pensar, sospechar o demorarse. En la serie, esa gramática se traduce en personajes que actúan más de lo que piensan, que resuelven antes de comprender.

El predominio de la palabra inmediata —eficaz, emocional, terapéutica— se combina con una ausencia casi total de pensamiento crítico. No se debate ni se problematiza: se siente, se cree, se confía. La prosperidad nace de la buena voluntad, no del conocimiento. Es una moral lingüística y narrativa que convierte el hacer en virtud y la reflexión en demora, como si pensar demasiado fuera una forma de desviarse del destino luminoso que la historia promete.


La lentitud como forma de verdad

Probablemente, lo que me incomodó de Dulces Magnolias en sí es el espejismo que propone a través de la palabra. En un mundo donde las emociones se gestionan en cámara rápida y los conflictos se resuelven en comunidad, con frases luminosas, se pierde de vista algo esencial: la gente no sana tan rápido. El dolor, la frustración, la culpa o la pérdida no se curan con un consejo amable ni con un pastel compartido. Requieren tiempo, trabajo interior y, muchas veces, contradicciones que no se resuelven.

Esa cultura del “moño final” —donde cada problema se convierte en una oportunidad de crecimiento inmediato— puede ser más dañina que consoladora. Quien mira buscando consuelo termina comparando su propio proceso con el de esos personajes que, sin leer, sin pensar demasiado y sin detenerse, logran tenerlo todo bajo control, y entonces, en lugar de alivio, lo que queda es una sensación de falla: la sospecha de que algo en uno no está funcionando tan bien como debería.

Nos recuerda, aunque sin quererlo, que en la vida real las heridas no se cierran con rapidez, ni el éxito está a la vuelta de la esquina. La madurez no se obtiene por inspiración divina, sino por la lentitud del aprendizaje y la constancia de quienes se animan a no tener todas las respuestas.

Comentarios


© 2020 Nuria Gómez Belart 

bottom of page