El paraíso perdido
- Nuria Gómez Belart
- hace 2 días
- 4 Min. de lectura

Volver a ver El paraíso perdido diez años después no es simplemente volver a sentarse en una butaca. Es abrir una puerta que da a un tiempo suspendido, un lugar donde lo que fuimos sigue latiendo bajo la piel. Es reencontrarse con escenas que creíamos olvidadas y que, sin embargo, siguen ahí, intactas, como si esperaran que volviéramos a mirarlas con otros ojos. El teatro, cuando es verdadero, hace eso: nos devuelve partes nuestras que no sabíamos que seguían vivas.
El espacio escénico, despojado, podría ser una pista de baile o el patio de una casa con ventanales abiertos. Desde allí se asoman fragmentos de vidas, pedazos de historias que se superponen como lo hacen los recuerdos. No hay un hilo único que los conecte, sino un tejido de voces, de gestos, de silencios. Lo que vemos no es un relato ordenado, sino la forma en que funciona la memoria: salta, se detiene, vuelve atrás, ilumina lo que antes estaba en sombra. Y en esa lógica del recuerdo, El paraíso perdido nos envuelve con preguntas que nos pertenecen a todos: ¿dónde quedaron esos lugares donde alguna vez fuimos plenos?, ¿quiénes viven en ellos ahora?, ¿en qué parte del cuerpo cargamos lo que ya no está?
Desde su presencia invisible, César Brie guía el pulso de la obra con la sutileza de quien no necesita mostrarse para estar en todas partes. Su teatro nunca apuesta al artificio: conmueve por lo que tiene de verdadero, por lo que toca sin estridencias. Lo que ocurre sobre el escenario es un ritual íntimo, un espacio en el que lo personal se vuelve colectivo y donde la emoción y el pensamiento dejan de ser opuestos para abrazarse.
Los intérpretes —jóvenes entre los diecisiete y los treinta años— construyen esa experiencia coral con una entrega conmovedora. Recuperan la voz de los niños que fueron, vislumbran a los adultos que serán y, sobre todo, habitan con intensidad el presente que los atraviesa. Lo que uno recuerda, otro lo encarna; lo que uno dice, otro lo completa. Esa circulación constante borra los límites entre el yo y el nosotros, entre lo íntimo y lo común. Al final, cada historia en escena es también la nuestra.
En medio de ese tejido aparece la imagen de un globo que se escapa de las manos y sube, ligero, hasta perderse en el cielo. Su vuelo breve, impredecible, nos recuerda el carácter fugaz de la infancia, esa ilusión de libertad que parece durar para siempre y que se disuelve sin aviso. Crecer es, muchas veces, asistir a ese instante en el que el globo desaparece: el momento exacto en que comprendemos que la inocencia también se pierde.

La obra también expone esa lucha silenciosa que significa sostener el peso de las expectativas ajenas. Desde temprano, otros proyectan en nosotros sus sueños, sus miedos, sus deseos, y nos piden que seamos lo que no siempre elegimos ser. Como malabaristas torpes, tratamos de mantener en el aire las clavas de esas expectativas, haciendo equilibrios imposibles entre lo que quieren y lo que queremos. En ese esfuerzo, a veces se nos escapa algo esencial: la posibilidad de decidir por nosotros mismos. Muchos de nuestros paraísos se pierden ahí, en la distancia que se abre entre lo que deseamos y lo que nos piden que deseemos.
En El paraíso perdido, la verdad no depende de la verosimilitud. No importa si lo que se cuenta ocurrió exactamente así. Lo que importa es lo que vibra en los cuerpos, lo que reconocemos en la piel. Las historias que se despliegan no son excepcionales: son las mismas que cualquiera de nosotros podría contar. Y en esa familiaridad radica la fuerza de la obra. Lo que se narra no pertenece solo a quienes lo dicen: nos pertenece a todos.
La violencia atraviesa la escena con distintas formas y matices. No solo la que estalla de manera visible, sino también la que se instala en lo cotidiano, en las relaciones más cercanas, en los gestos que parecen inocentes y no lo son. La obra no se limita a exponerla: la cuestiona, la desarma, nos obliga a mirarla de frente. Y en esa incomodidad también se reconoce un paraíso perdido: el de la inocencia colectiva, el de las promesas que no se cumplieron.
Pero El paraíso perdido no es un lamento. Es, más bien, un canto a la posibilidad de seguir construyendo. Porque recordar no es solo mirar hacia atrás con nostalgia: es también un acto de creación. Los fragmentos que se entrelazan en escena no son reliquias inertes, sino materia viva con la que seguimos tejiendo nuestro presente. El paraíso perdido no es únicamente lo que se fue; es también lo que puede ser a partir de lo que fue.
Las escenas se suceden con la naturalidad con la que avanzan las etapas de la vida: la infancia, el descubrimiento, el amor, la pérdida, la furia, la aceptación. En ese recorrido, la memoria deja de ser un archivo cerrado para transformarse en impulso, en fuerza que nos empuja hacia adelante. Avanzar, nos dice la obra, es resignificar lo vivido, hacer con lo que se hizo de nosotros algo nuevo. Somos lo que recordamos, sí, pero también lo que decidimos hacer con esos recuerdos.

Diez años después de su estreno, El paraíso perdido sigue conmoviendo porque habla de algo que nunca dejamos de buscar: esos lugares donde fuimos plenos, esas versiones nuestras que quedaron atrás, esas ilusiones que se elevaron como globos y desaparecieron en el cielo. Pero también nos recuerda que lo perdido nunca se va del todo. Vive en nosotros, en nuestra piel, en nuestra forma de mirar, en el modo en que seguimos deseando.
Salimos del teatro con la certeza de que el paraíso no está solo en el pasado. Está en el abrazo con el otro, que también somos nosotros. Está en la conciencia de que somos deseo y fragilidad, memoria y resistencia. Está en la respiración que compartimos, en la ternura que todavía podemos ofrecer. Tal vez el paraíso nunca se haya perdido por completo. Tal vez siempre haya estado ahí, esperando que tengamos el coraje de volver a buscarlo.
Ficha técnico artística
Intérpretes: Juana Banchoff Tzancoff, Abril Collet, Sofía Diambra, Eugenia Florit, Sebastian Gui, Gabriela Ledo, Micaela Lifschitz, Blas Nielsen, Ignacio Orrego, Alejandro Parente, Liza Karen Taylor
Vestuario: Juana Banchoff Tzancoff
Música original: Pablo Brie, Matías Wilson
Fotografía: Soledad Lareo, Gabriel Riesco
Arte Gráfico: Alejandro Osses
Asistencia artística: Flor Micha
Director Repositor: Gabriela Ledo
Prensa: Carolina Alfonso
Dirección: César Brie
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