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Vu – Étienne Manceau / Compagnie Sacékripa (Francia)

  • Foto del escritor: Nuria Gómez Belart
    Nuria Gómez Belart
  • hace 4 horas
  • 3 Min. de lectura
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Hay algo reconfortante en ver cómo las cosas encajan. En Vu, nada está librado al azar: los objetos respiran al compás del cuerpo que los manipula, y el cuerpo, a su vez, parece obedecer un algoritmo invisible. Étienne Manceau se mueve dentro de un sistema cerrado donde cada acción tiene un propósito exacto. Un vaso, una cuerda, una pinza: todo cumple una función precisa, sin margen para el error.

Desde la primera escena, el aire está medido. Las pausas duran lo que deben durar. El silencio no es vacío: es cálculo. La luz cae con una inclinación que no parece natural, sino calibrada. Manceau se acerca a los objetos como un técnico a su instrumento, con una concentración que hipnotiza. Verlo produce una satisfacción peculiar, la que nace de la exactitud mantenida con disciplina casi enfermiza.

Cada movimiento está en equilibrio con el siguiente. No hay azar, ni improvisación. Lo que se despliega ante los ojos es una demostración de control absoluto, tan rigurosa que asusta un poco. Y sin embargo, en ese orden perfecto, se percibe ya una vibración: la promesa de que algo, en algún momento, va a fallar.


El error como precisión

El fallo llega, y no llega de golpe. Se filtra. Una cuerda que no se tensa como debería. Un vaso que se desplaza un milímetro. Manceau lo nota; nadie más podría hacerlo. Se detiene, observa, intenta corregir. Y ese intento es el espectáculo. Su concentración se vuelve un mecanismo de defensa: analiza, calcula, vuelve a intentar. El público contiene el aire, porque todo está a punto de desmoronarse y, al mismo tiempo, todo sigue funcionando.

En Vu, el error no rompe la armonía: la revela. Cada microdesajuste se vuelve parte del sistema, una variación mínima que exige recalibrar el universo entero. La comedia aparece ahí, no como distracción, sino como exactitud desbordada. Se ríe quien reconoce el pánico del perfeccionista: esa mezcla de impotencia y deseo que lo lleva a repetir hasta alcanzar una forma imposible de equilibrio.

La puesta de Guillaume Roudot es un plano cartesiano: todo tiene eje, proporción, medida. Pauline Hoa sostiene la técnica con la exactitud de un metrónomo, y la mirada de Sylvain Cousin corrige desde afuera los grados de desviación tolerables. Nada sobra, nada se improvisa. Incluso la catástrofe parece ensayada, porque en este universo hasta el caos tiene su propio compás.


La belleza del sinsentido

Hay un momento —no se puede precisar el minuto, pero ocurre— en que el sistema deja de importar. Lo que queda es el intento. Manceau sigue ordenando lo que ya no puede ordenarse, pero lo hace con una ternura que desarma. El rigor, antes método, se vuelve emoción. La obsesión deja de ser un defecto y se transforma en una forma de fe: la creencia obstinada en que el mundo puede mantenerse entero si se lo observa lo suficiente.

El espectáculo alcanza ahí su punto más alto. No porque se resuelva, sino porque se descompone con una elegancia inaudita. Cada gesto frustrado adquiere una belleza involuntaria. Cada objeto que se resiste se vuelve cómplice. La perfección fracasa, pero lo hace con estilo. Y en ese fracaso se revela algo que ninguna palabra podría decir: que el arte, a veces, consiste solo en sostener el intento.

Vu es una experiencia precisa hasta la exasperación. Una obra que se disfruta no por lo que cuenta, sino por cómo se sostiene en su propio mecanismo. Verla es asistir a la coreografía de una mente que se niega a aceptar el desorden, y descubrir —con una mezcla de risa, asombro y alivio— que el desorden también puede ser perfecto.

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© 2020 Nuria Gómez Belart 

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