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La verdadera historia de Ricardo III

  • Foto del escritor: Nuria Gómez Belart
    Nuria Gómez Belart
  • 14 sept
  • 4 Min. de lectura

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Siempre se espera que un rey descanse en paz en la gloria solemne de un mausoleo, bajo mármol y estatuas, donde la gente pueda recordarlo y mantener vivo su espíritu. Pero el destino de Ricardo III fue mucho menos honorable: sus huesos aparecieron, casi por azar, en un estacionamiento de Leicester, marcados por una simple “R” pintada en el asfalto. Nada más decadente que eso. Esa imagen, que parece una broma macabra de la historia, es el punto de partida de La verdadera historia de Ricardo III, la obra dirigida por Calixto Bieito que actualmente se presenta en el Teatro San Martín con Joaquín Furriel como protagonista.


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La tragedia original de Shakespeare, escrita hacia 1592, presenta a Ricardo como un villano consumado que asciende al trono a fuerza de intrigas, manipulaciones y crímenes. Deforme y resentido, maquina la eliminación de quienes le estorban en la línea sucesoria: seduce a Lady Anne tras asesinar a su esposo, manda a matar a sus sobrinos, traiciona a sus aliados y se abre camino hacia la corona con un cinismo que lo convierte en uno de los personajes más perturbadores del canon shakesperiano. La obra culmina con la derrota de Ricardo en la batalla de Bosworth, donde muere implorando “¡Mi reino por un caballo!”, frase que quedó inscrita en la memoria teatral como símbolo de la caída del tirano.

La versión de Calixto Bieito, en cambio, no busca narrar linealmente esa trama histórica. Si bien conserva los hitos centrales —el ascenso de Ricardo, sus crímenes, la traición a sus aliados y su final en el campo de batalla—, los desarma para colocarlos en un escenario que funciona como un laboratorio contemporáneo del mal. Aquí, el tirano no se construye como un personaje cerrado, sino como una fuerza expansiva que afecta y deforma todo lo que lo rodea: Shakespeare exponía la ambición desmedida de un hombre; Bieito expone cómo esa ambición contamina a todos y cómo los huesos del pasado, literalmente desenterrados en Leicester, siguen interviniendo en nuestra manera de pensar el poder y la violencia.


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La propuesta no se limita a actualizar a Shakespeare: lo reescribe desde la arqueología del presente, con la misma irreverencia con la que Baz Luhrmann convirtió Romeo y Julieta en un estallido pop en 1996. Aquí, lo que se escenifica es un laboratorio del mal, un territorio donde la violencia se vuelve materia performativa, donde los cuerpos, las luces, el sonido y la escenografía dialogan como si fueran fragmentos de un sueño febril. Furriel, en el centro, compone un Ricardo físico, intenso y ambiguo, que se mueve entre la ambición desbordada y la fragilidad más íntima. Su interpretación no lo reduce a un villano grotesco, sino que lo convierte en un cuerpo político, un espejo de la voracidad y las sombras del poder.

La puesta, construida con traducción de Lautaro Vilo y dramaturgia de Adrià Reixach, no ofrece moralejas ni lecciones morales: plantea preguntas inquietantes sobre el ADN de la crueldad, sobre la complicidad social que sostiene a los tiranos, sobre la fina línea entre la farsa y la tragedia. Los actores y actrices que rodean a Furriel —Luis Ziembrowski, Ingrid Pelicori, Belén Blanco, María Figueras, Marcos Montes, Luciano Suardi, Iván Moschner, Luis Herrera y Silvina Sabater— no solo interpretan personajes: orbitan alrededor de Ricardo como ecos de su deformidad simbólica, voces de un coro desquiciado.

En esa constelación, las mujeres aparecen desgarradas, quebradas por la violencia que las atraviesa y casi incapaces de comunicarse con Ricardo si no es a través de los gritos, como si la palabra llana hubiera perdido todo su poder frente a él. Los hombres que permanecen en escena han perdido su don de ser, su virilidad convertida en simple eco, en residuo de una potencia que ya no les pertenece. Incluso Buckingham, que al inicio se muestra como aliado fiel y gran artífice de la palabra, termina asesinado por Ricardo, víctima directa de su violencia física. Unos y otros quedan atrapados en la órbita del tirano, convertidos en instrumentos o en obstáculos desechables, figuras vaciadas que refuerzan el dominio absoluto del protagonista.

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En su radicalidad, Bieito convierte el hallazgo arqueológico en metáfora: los huesos del pasado siguen contaminando el presente, y lo que se ve en escena no es tanto un rey medieval como la materialización del mal en tiempos líquidos. Ricardo se multiplica en las mutaciones de Furriel: niño herido, bufón cruel, líder mesiánico, político contemporáneo. Todo cabe en este Shakespeare mutante que, más que reconstruir la tragedia isabelina, la dinamita para que nos llegue como un espejo deformado, feroz y actual.

La verdadera historia de Ricardo III es teatro que incomoda, que sacude, que se anima a reescribir un clásico sin pedir permiso. No hay paz en esta tumba, tampoco redención en esta escena. Solo la certeza de que, en cada época, los huesos de la historia vuelven a hablar y que el mal —irónico, encantador, brutal— sigue entre nosotros.


FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA


Título: La verdadera historia de Ricardo III

Autor original: William Shakespeare

Versión y dirección: Calixto Bieito

Traducción: Lautaro Vilo

Dramaturgia y diseño audiovisual: Adrià Reixach

Diseño de escenografía: Barbora Horáková Joly

Adaptación de escenografía: Vanesa Abramovich

Asistencias de escenografía: Catalina Quetto, Adrià Reixach

Diseño de vestuario: Paula Klein

Asistencia de vestuario: Camila Ferrín

Diseño de iluminación: Calixto Bieito y Omar San Cristóbal

Música original y diseño sonoro: Janiv Oron


Elenco:Joaquín Furriel, Luis Ziembrowski, Ingrid Pelicori, Belén Blanco, María Figueras, Marcos Montes, Luciano Suardi, Iván Moschner, Luis “Luisón” Herrera, Silvina Sabater


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© 2020 Nuria Gómez Belart 

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