Los pilares de la sociedad
- Nuria Gómez Belart
- 4 nov
- 4 Min. de lectura

Hay sociedades que funcionan como una serpiente que se muerde la cola: giran sobre sí mismas, repitiendo los mismos gestos, las mismas palabras, los mismos rituales de virtud, como si en ese movimiento circular hallaran la garantía de su estabilidad. Pero ese círculo no encierra sabiduría, sino encierro. Lo que parece continuidad es, en realidad, repetición; y lo que se proclama como orden no es más que miedo a romper la apariencia. La serpiente se muerde la cola porque teme disolverse, aunque en ese gesto se impide avanzar. Así funciona la sociedad que Ibsen retrata en Los pilares de la sociedad, una comunidad que se alimenta de sus propias mentiras para no enfrentar el vacío que hay detrás de su moral.
La puesta dirigida por Jorge Suárez y Eduardo Gondell retoma con agudeza esa idea de círculo. La escenografía, sobria y precisa, refuerza la sensación de un espacio que se encierra sobre sí mismo; los personajes se mueven en una coreografía casi ritual, como piezas de una maquinaria social que gira sin cesar. Martín Seefeld, en el papel del Alcalde Bernick, logra esa dualidad entre convicción y artificio: un hombre que parece hablar desde la ética, pero que en cada gesto deja traslucir la fisura de quien construyó su autoridad sobre una farsa. Su interpretación transmite el peso de una conciencia que empieza a resquebrajarse, la tensión de quien sostiene el orden y teme, al mismo tiempo, que se derrumbe.
A su alrededor, Eleonora Wexler y Mara Bestelli le dan espesor humano a los personajes femeninos. Bestelli encarna un personaje que se caracteriza por la contención y la mirada, que sostienen el mandato de la esposa ejemplar, una mujer que parece existir solo en función de su marido, pero que, en el silencio, deja oír la fatiga de quien carga con la compostura. Wexler, en cambio, compone una Lona cargada de energía moral: su palabra irrumpe con la fuerza de la verdad y desarma la solemnidad de los hombres. En su interpretación, la rectitud no tiene tono de sermón, sino de coraje. En esa contraposición entre la mujer que calla y la que dice, la obra encuentra su respiración contemporánea: ambas están atravesadas por la misma condena, la de vivir en un mundo que solo las reconoce cuando se sacrifican.
Ibsen escribe en 1877, pero el conflicto que plantea suena actual: un empresario admirado por su pueblo —filántropo, visionario, respetado— teme que el regreso del pasado destruya su reputación. Lo que el texto revela no es solo la corrupción de un individuo, sino la hipocresía de un sistema que necesita creer en su pureza para sostenerse. La obra muestra cómo la sociedad premia la apariencia de moral y castiga la verdad, cómo se valora más la estabilidad que la justicia. Esa es la gran serpiente social que se muerde la cola: la que se alimenta del mito de su perfección y devora a quienes lo contradicen.
El ritmo de la puesta acompaña esa lectura. Los pasajes de mayor intensidad se alternan con silencios que no alivian, sino que acumulan tensión. El diseño de luces de Ricardo Sica contribuye a esa sensación de encierro moral: los claroscuros dejan entrever la falsedad del orden burgués, ese espacio donde lo público y lo íntimo se confunden y la apariencia sustituye al contenido. El sonido, a cargo de Diego Vila y Betty Gambartes, no acompaña sino que interpela, subraya la incomodidad, deja oír el eco del engaño.
En Los pilares de la sociedad, los hombres hablan de progreso mientras manipulan, trafican, deciden sobre la vida de los demás. Las mujeres, relegadas a la intimidad del hogar, asumen el papel de guardianas del deber y de la moral. Pero es en ellas donde Ibsen deposita la posibilidad de una verdad distinta. Lona y Marta son las primeras en ver que el edificio del respeto está sostenido por el silencio; sus renuncias las conducen a la soledad, pero también a la libertad. Dina, la joven que elige irse para trabajar y construir su destino, encarna la esperanza de un futuro en el que el nombre propio valga más que la reputación ajena.
La lectura que propone esta adaptación enfatiza esa dimensión femenina. En un tiempo en el que la igualdad todavía parece una promesa, la obra recuerda que el costo de la virtud impuesta recae siempre sobre las mujeres. La hipocresía colectiva se disfraza de deber, la obediencia se confunde con decencia y la subordinación se llama amor. Cada personaje femenino encarna una forma distinta de resistencia: la que calla para sobrevivir, la que habla para denunciar, la que se va para empezar de nuevo. En ese entramado, las actuaciones logran sostener el tono íntimo y político que la obra necesita. Nada se declama: todo se revela en la mirada, en los gestos mínimos, en el temblor de una voz que se anima a decir lo indecible.
La puesta no moderniza a Ibsen, lo actualiza en su sentido más profundo: nos enfrenta a la estructura que aún hoy sostiene buena parte de nuestras instituciones, ese pacto tácito entre apariencia y poder. La verdad sigue siendo incómoda; la moral, un relato útil; la justicia, una idea postergada. Como en la obra, la sociedad celebra su progreso mientras tapa sus grietas con discursos de corrección y virtud.
Y allí vuelve la imagen del principio: la serpiente que se muerde la cola ya no logra cerrar el círculo. Su propia mordida se vuelve desesperación. La repetición, convertida en hábito, termina siendo un acto de autodestrucción. Esa serpiente que gira sobre sí misma, creyendo que preserva su forma, acaba devorándose entera. Así son las sociedades que erigen su bienestar sobre la mentira, la desigualdad y el silencio: se comen a sí mismas, lentamente, en nombre del orden que dicen proteger. La serpiente que se come a sí misma no muere de hambre, sino de orgullo.



Comentarios