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Luciérnagas (sueño bastardo)

  • Foto del escritor: Nuria Gómez Belart
    Nuria Gómez Belart
  • 1 sept
  • 9 Min. de lectura
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En el cruce entre historia y ficción, Luciérnagas (sueño bastardo) pone en escena un universo

atravesado por la contradicción. La obra parte de hechos documentados —el proyecto de la Casa de Expósitos, la creación del Teatro de la Ranchería, la instalación de la imprenta en Buenos Aires—, pero los filtra a través de una mirada que no se conforma con la reconstrucción histórica. Lo que aparece es un relato coral donde los personajes se mueven entre la esperanza y el desencanto, entre el impulso transformador y la evidencia de un sistema que siempre parece imponer sus límites. Desde ese punto de partida, la dramaturgia de Horacio Nin Uría propone un juego de espejos: mirar el pasado para reconocer en él patrones que siguen marcando el presente.

La puesta se sostiene en un tono que combina sátira, ternura y crudeza. El virreinato se muestra como un espacio de experimentos fallidos, de planes modernizadores que se presentan como grandes gestos y se derrumban en el choque con la realidad. En ese contexto, los personajes revelan las tensiones de un mundo donde conviven la ilusión del progreso, la corrupción cotidiana y la fragilidad de quienes quedan atrapados en los márgenes. El resultado es un relato teatral que interpela desde la belleza de su forma y desde la dureza de su contenido, recordando que los sueños colectivos suelen nacer manchados por intereses, ambiciones y resistencias.

Ambiciones, ilusiones y resistencias

En Luciérnagas, el Virrey, interpretado por Lautaro Delgado Tymruk, domina la escena desde su entrada. Es un gobernante turbio y contradictorio, pero también un soñador. Sus sueños no son colectivos ni altruistas, sino personales: busca dejar su marca, perpetuar su nombre y alimentar su vanidad. Su verborragia y su energía desbordada lo convierten en un personaje fascinante: extravagante, caprichoso y profundamente humano en su ambición. El proyecto de fundar una casa para los niños nacidos fuera del matrimonio o en uniones interraciales se presenta como un gesto civilizador, aunque pronto se advierte que responde más a su deseo de grandeza que a una política sostenida, y termina como un experimento improvisado, lleno de contradicciones.

Don José, encarnado por Andrés Ciavaglia, representa la versión más cruda del mismo sistema. Es un funcionario corrupto y libidinoso que busca sacar provecho inmediato. No necesita cubrirse con discursos de modernización ni con gestos de grandeza. Su ambición es directa, práctica, y deja al descubierto la rutina del abuso que sostenía a la política colonial.


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En escena, los niños expósitos aparecen a través de títeres, un recurso que no se limita a lo práctico —evitar actores infantiles— sino que se convierte en una decisión poética y política. Los títeres muestran la vulnerabilidad de esos niños sin caer en el realismo dramático y al mismo tiempo subrayan la condición de piezas manipuladas por un sistema que decide sobre sus vidas. La ambigüedad entre objeto y ser vivo funciona como metáfora de esa infancia sin autonomía, sostenida y anulada por los discursos del poder.

El trabajo de los actores que los animan potencia esta idea. Mariano Agustín Botindari presta cuerpo y voz a Francisquito 13, logrando que la marioneta adquiera humanidad y calidez. Alejandro Segovia da forma a Antoñito 14 con un manejo preciso y riguroso, que convierte al personaje en una presencia sólida y conmovedora. Paula Staffolani compone a Feliciana Manuela con delicadeza, y hace sentir en la fragilidad del títere el drama colectivo de los expósitos. El público ve al actor y al muñeco a la vez, y esa doble mirada genera un efecto de gran riqueza: la marioneta vive, pero vive gracias a quien la sostiene. Esa tensión escénica encarna con claridad la paradoja de los niños de la Casa de Expósitos.

Staffolani también interpreta a María Josefa, una actriz llegada desde el Perú que el Virrey convence de trasladarse al Río de la Plata con la promesa de convertirla en la primera figura de la Casa de Comedias. Su recorrido está marcado por el deseo de reconocimiento artístico, por la ilusión de una carrera brillante y por el desencanto al descubrir la precariedad de esas promesas. Su presencia funciona como homenaje al querido Teatro de la Ranchería, germen de la tradición teatral porteña y emblema de un proyecto cultural que también conoció la frustración.


La figura de Alfonsa, interpretada por Paula Ransenberg, es indispensable. Es la que mantiene los pies en la tierra y la que resuelve lo inmediato. Sostiene la vida cotidiana frente al delirio del Virrey, la corrupción de Don José y las ilusiones quebradas de María Josefa. Al mismo tiempo cumple un papel adicional: funciona como maestra de ceremonias. Abre y cierra la obra, habla al público y establece un pacto de lectura. Desde el inicio advierte: “No hay género más inverosímil que la realidad”. Con esa frase, este cuento de hadas inspirado en hechos reales se enmarca en una clave que mezcla ternura y sátira mordaz para mostrar los claroscuros de los sistemas virreinales en las Américas.

Cada personaje se mueve impulsado por la necesidad de salvarse. El Virrey busca perpetuar su nombre, Don José satisfacer su codicia, María Josefa alcanzar la gloria prometida, los niños sobrevivir en un entorno hostil, y Alfonsa sostener a todos y mantener el relato en pie.


El dispositivo escénico: objetos, atmósferas y presencias

La puesta de Luciérnagas se organiza sobre un espacio sobrio, donde cada elemento cumple una función precisa. La escenografía de Marcelo Valiente ubica en el fondo dos objetos cargados de significado: la imprenta de madera en un costado y, en el centro, el torno para los expósitos con la inscripción: “mi padre y mi madre me arrojan de sí, la caridad divina me recoje aquí”. No dominan la acción, pero su sola presencia recuerda la tensión entre progreso y abandono, y sitúa al espectador en el corazón de las contradicciones del proyecto colonial.

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iluminación de Claudio Del Bianco trabaja como atmósfera. No busca resaltar detalles aislados, sino construir climas que atraviesan cada escena: solemnidad en los discursos del Virrey, crudeza en los momentos de abuso, intimidad en la fragilidad de los niños. Con pocos recursos visuales, la luz define el tono y acompaña el pulso de la narración.

La música de Julián Rodríguez Rona se integra con la acción de un modo singular, porque son los propios actores y titiriteros quienes la interpretan en escena. Esa decisión suma corporeidad al relato: los intérpretes no solo encarnan personajes y dan vida a los títeres, también sostienen la dimensión sonora que envuelve cada momento.

El vestuario diseñado por Magda Banach completa el cuadro con un criterio estético de enorme fuerza. Los trajes son hermosos en su confección, pero aparecen gastados, rotos, harapientos, como si arrastraran la huella de una vida dura. Ese contraste entre la belleza del diseño y la precariedad del estado de la ropa refuerza la tensión entre dignidad y abandono. La única excepción es el Virrey, que se distingue por la extravagancia de su indumentaria, un detalle que subraya su desmesura y su afán de diferenciarse de los demás.

En ese marco se destacan los títeres de Alejandra Farley, con la colaboración de Juan Ruy Cosin. Su realismo y su belleza los convierten en verdaderos personajes. Francisquito 13, Antoñito 14 y Feliciana Manuela no son solo símbolos de la historia: se imponen en escena como cuerpos presentes, con peso y expresión propia. La manipulación de Mariano Agustín Botindari, Alejandro Segovia y Paula Staffolani refuerza esa ilusión de vida hasta volver difusa la frontera entre actor y objeto. En ellos se concentra uno de los hallazgos más potentes de la obra.


Ecos en el presente


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Mientras veía a Antoñito 14 fascinado con la imprenta, no pude evitar que mi cabeza empezara a cruzar datos. Pensé en la historia de la imprenta de los Expósitos instalada por orden del Virrey Vértiz, en el incendio del Teatro de la Ranchería del 16 de agosto de 1792, en Antonio Ortiz, aquel primer corrector argentino documentado que pasó de cajista a corrector de pruebas y cobraba un jornal por su trabajo. Todo parecía encajar: el chico que ama las letras, la imprenta, el teatro destruido, la continuidad con la historia real.

Con esa sospecha, le escribí a Horacio Nin Uría y le pregunté si los niños tenían un correlato histórico. Me respondió con amabilidad: “no están inspirados en nadie en particular”. Era una coincidencia, pero también un hallazgo: la obra no proponía esa referencia de manera consciente, pero la activaba en mí como espectadora.

Ese cruce personal se potencia con lo que la obra plantea en sí misma: no quedarse en el siglo XVIII, sino mostrar un patrón que se repite una y otra vez. Planes presentados como modernizadores, nacidos con promesas de grandeza, que se desmoronan al chocar con la realidad o se apagan en un incendio. La casa de los expósitos, la imprenta, el Teatro de la Ranchería: distintos nombres para el mismo mecanismo.

Horacio Nin Uría lo dice sin rodeos: estamos atrapados en un ciclo de frustraciones constantes. Luciérnagas hace eco de esa idea desde la escena. La escritura afilada y la dirección precisa convierten a cada personaje en un punto de tensión entre lo grotesco, lo tierno y lo siniestro. La puesta no decora ni suaviza: cada gesto, cada objeto y cada silencio sostienen un relato que interpela. El efecto es claro: una obra que devuelve la historia al presente y que deja al espectador con la certeza de que esos ecos siguen resonando hoy.


De la escena a la imprenta

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iempre digo que, cuando uno es martillo, ve clavos en todas partes. De la misma manera, cuando te dedicás a la Correctología, ves correctores en todos lados. En este caso, sin embargo, la asociación no fue un capricho: tenía justificación.

A fines del siglo XVIII, la imprenta que funcionaba en Córdoba empezó a perder fuerza. Los franciscanos, que habían asumido la conducción del Colegio de Monserrat tras la salida de los jesuitas, no le dieron demasiada atención. Quizás porque no había un maestro impresor que continuara el trabajo, quizás porque los tiempos reclamaban otras prioridades. Lo cierto es que, sin mucho lamento, la imprenta fue trasladada a Buenos Aires en 1780.

Allí, el virrey Vértiz la instaló en la Casa de Niños Expósitos, un lugar donde la necesidad de imprimir se mezclaba con la vida cotidiana de huérfanos que aprendían el oficio tipográfico como parte de su formación. El taller no era grande, pero estaba lleno de objetos que lo volvían entrañable: prensas de hierro y de madera —una de ellas siempre a medio componer—, mesas de distintos tamaños, un tórculo casi en desuso, faroles con vidrios rotos que apenas iluminaban, sillas de vaqueta, tinajas, martillos, compases, candeleros de cobre, y hasta una ratonera que convivía con el trajín del trabajo.

El corazón del lugar estaba en los tipos: cajas de plomo que guardaban letras de todos los tamaños y estilos, muchas gastadas por el uso. Había mayúsculas talladas en madera de boj, planchas para sacar muestras de escritura y láminas devocionales, entre ellas una de Nuestra Señora de las Angustias y otra de San Pascual Bailón. Era un mundo en miniatura donde la fe, la enseñanza y la política se imprimían en tinta negra.

Pero una sola imprenta no alcanzaba. En 1802, Buenos Aires ya contaba con dos periódicos, el Telégrafo Mercantil y el Semanario de Agricultura, que debieron suspenderse durante semanas porque la oficina recibió la orden de imprimir documentos oficiales urgentes. Lo mismo ocurrió en 1805, cuando la traducción del Contrato social de Rousseau hecha por Mariano Moreno avanzaba con pasos lentos: las prensas estaban saturadas y la escasez de materiales imponía su ritmo.

Entre quienes trabajaban en ese taller se encontraba Antonio Ortiz, un joven que había sido estudiante pobre y que primero se desempeñó como cajista. Con el tiempo pasó a ser corrector de pruebas y también librero, siempre al servicio de la Casa de Niños Expósitos. Por veintidós pesos al mes llevaba adelante todas esas tareas. Era minucioso, conocía el latín y cuidaba las páginas con rigor. Ortiz es recordado como el primer corrector en la historia argentina.

El lugar también albergó figuras pintorescas, como el norteamericano Juan Jamblin, que había llegado como marinero y terminó imprimiendo letras hasta que, tras un bautismo forzado y alguna escapada nocturna, volvió a su vida de navegante.

No eran tiempos fáciles: había pocos cajistas, casi no existían correctores formados y la línea que separaba un oficio de otro era difusa. Todos hacían de todo. Aun así, las prensas siguieron funcionando. Y cuando los ingleses llegaron en 1807, lo hicieron con su propia imprenta. Desde Montevideo lanzaron La Estrella del Sur, un periódico angloespañol que apenas tuvo seis números y que exaltaba la prosperidad prometida por la corona británica. Aquella imprenta, tras la evacuación de la plaza, fue ofrecida a la Casa de Niños Expósitos por cinco mil pesos.

Con el tiempo, la memoria de estas primeras imprentas se resumió en una fórmula: la primera había sido una creación (en las Misiones del Paraguay), la segunda, una importación (la de Córdoba), la tercera, una renovación (Buenos Aires) y la cuarta, una invasión (Montevideo). Así se tejía, entre precariedades y voluntades, la historia temprana de la palabra impresa en estas tierras.


Ficha de la obra

ELENCO (por orden alfabético)

Francisquito 13  Mariano Agustín Botindari

Don José Andrés Ciavaglia

El Virrey Lautaro Delgado Tymruk

Alfonsa Paula Ransenberg

Antoñito 14 Alejandro Segovia

María Josefa / Feliciana Manuela Paula Staffolani

 

Diseño de vestuario Magda Banach

Diseño de escenografía Marcelo Valiente

Diseño de iluminación Claudio Del Bianco

Música original, letras y diseño sonoro Julián Rodríguez Rona

Diseño y realización de títeres Alejandra Farley

Colaboración artística en títeres  Juan Ruy Cosin

Asistente de vestuario Agustina Bodnar

Asistente de iluminación Rodolfo Eversdijk

Dirección Horacio Nin Uría

Producción TNC Francisco Patelli

Asistencia de dirección TNC Matías López Stordeur, Pablo López

 

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© 2020 Nuria Gómez Belart 

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