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El “por qué” de la escritura y el mito del autor perfecto

  • Foto del escritor: Nuria Gómez Belart
    Nuria Gómez Belart
  • hace 3 días
  • 6 Min. de lectura
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En una entrevista reciente, la editora Stephanie Watterson habló sobre su experiencia al pasar del mundo de la edición al de la escritura, un cambio que la obligó a repensar muchas de sus certezas profesionales y a mirar desde otro lugar la relación entre autor y texto (https://blog.editors.ca/from-editing-to-writing/). Al final de esa conversación, compartió dos ideas que merecen detenerse con atención. La primera es que quien escribe debe reconocer sus propias limitaciones sin que eso implique resignación ni derrota. La segunda, aún más profunda, es la necesidad de que cada texto tenga un motivo limpio y consciente: “descubrí tu por qué. Es decir, preguntate por qué querés contar tu historia. Cuando entiendas la razón por la que estás haciendo algo, esa razón te indicará qué camino seguir”.

Estas dos recomendaciones, tan simples en apariencia, apuntan al corazón mismo de la escritura. Reconocer los límites es reconocer el punto desde el cual se empieza a crecer. Y encontrar el por qué es dar con el núcleo que sostiene todo lo demás: la voz, la estructura, el tono, incluso el sentido de perseverar cuando el camino se vuelve áspero. Ambas ideas funcionan, además, como antídoto frente a dos figuras muy frecuentes en el universo de la escritura: el autor caprichoso y el autor temeroso.


El autor caprichoso y la ilusión de la obra intocable

El autor caprichoso es aquel que expone su obra a la mirada de quien corrige, pero no con la intención de mejorarla, sino con el deseo de recibir una confirmación. Lo que espera del proceso de corrección no es diálogo ni revisión crítica, sino una forma elegante de validación. Cuando el texto es devuelto con sugerencias o reparos, su reacción oscila entre la irritación y el rechazo. Se aferra a cada palabra como si fuera parte de su identidad, como si modificarla implicara una traición a sí mismo.

Este tipo de autor suele concebir la escritura como un acto puramente individual, impermeable a toda intervención externa. Sin embargo, esa postura esconde una fragilidad: el miedo a que el texto pierda valor si se le cambia algo, como si el valor residiera en su estado original y no en su potencial de ser mejor. Paradójicamente, es una posición que desconoce la naturaleza viva del lenguaje y del proceso creativo. Todo texto, incluso el más brillante, es un punto de partida, no un monumento.

Aceptar sugerencias no implica renunciar a la autoría, sino ejercerla con mayor conciencia. De hecho, el reconocimiento de las limitaciones —ese primer consejo de Watterson— cobra aquí todo su sentido: si quien escribe admite que hay aspectos que no domina, puede abrir la puerta a la colaboración y al crecimiento. El autor que se aferra a la versión inicial de su texto no defiende su voz, sino su ego; y el ego no construye literatura, solo la obstaculiza.


El autor temeroso y la parálisis de la autoexigencia

En el otro extremo está el autor temeroso. No es que no quiera que le cambien nada: es que ni siquiera se anima a exponer su texto. Corrige, reescribe, posterga y vuelve a corregir en un ciclo interminable. Sabe —o cree saber— que su obra “no está a la altura”, y ese juicio severo lo condena al silencio. A veces, ese silencio se disfraza de perfeccionismo, pero en realidad es inseguridad: el temor a no estar a la altura de un ideal inalcanzable.

La raíz del problema suele ser la confusión entre valor y resultado. El autor temeroso cree que el valor de su escritura depende de que el resultado sea perfecto desde el primer intento. Esa expectativa, sin embargo, es incompatible con la realidad de la creación literaria. Ninguna obra nace acabada. Toda obra pasa por etapas de ensayo, error, corrección y aprendizaje. Cada texto fallido es un peldaño necesario para llegar al que sí funciona.

Aquí el segundo consejo de Watterson —descubrir el por qué— puede ser un salvavidas. Quien escribe sin tener claro el motivo corre el riesgo de medir el valor de su obra únicamente por su perfección formal. En cambio, cuando el motivo está claro, el proceso se resignifica: incluso un texto “no tan bueno” puede ser valioso si acerca un poco más al objetivo final. El foco deja de estar en el juicio y se desplaza hacia el recorrido.


El proceso como parte de la identidad autoral

Tanto el capricho como el miedo surgen, en el fondo, de una misma ilusión: la de que la escritura es un acto instantáneo, que debe brotar completo y perfecto desde el primer intento. Esa ilusión desconoce que la escritura es un proceso, no un producto. Y es precisamente en el proceso donde se forma la identidad del autor.

Ser escritor no significa producir textos impecables de manera constante. Significa atravesar la incomodidad de los borradores fallidos, aceptar la incompletitud, permitir que otros intervengan y seguir adelante a pesar del desaliento. Significa, sobre todo, entender que la obra definitiva no surge sin las muchas obras imperfectas que la precedieron. La pila de textos “no tan buenos” no es un desecho: es el terreno fértil del que brota el texto que sí vale la pena.

Cada corrección, cada error y cada intento frustrado dejan huellas que transforman la mirada del autor sobre el lenguaje y sobre sí mismo. Esa transformación es silenciosa, pero constante. El escritor se hace escribiendo, y no hay atajo posible: se llega a la obra lograda solo después de habitar muchas páginas torpes.

Además, la conciencia del proceso libera. Quien entiende que escribir es un camino no teme tanto al juicio ni se aferra tanto a lo que ya hizo. La revisión deja de ser una amenaza y se convierte en una aliada. El diálogo con quien corrige deja de ser un campo de batalla y se transforma en un espacio de construcción compartida. La autocrítica deja de paralizar y empieza a guiar.


Reconocer límites para ampliar horizontes

Reconocer los propios límites, como propone Watterson, no es conformarse con ellos. Es, más bien, el primer paso para superarlos. La negación impide avanzar: quien niega que tiene limitaciones se encierra en su versión inicial. La aceptación, en cambio, abre el juego: permite buscar ayuda, aprender, probar caminos nuevos.

Este reconocimiento también implica abandonar la idea del autor como figura solitaria y autosuficiente. La literatura —incluso la más personal— se construye en diálogo: con quienes leen, con quienes corrigen, con quienes acompañan el proceso. Negarse a ese diálogo empobrece el texto. Participar en él, en cambio, lo enriquece.

Aceptar los límites y descubrir el por qué son, en definitiva, dos formas de la misma actitud: la de comprender que escribir no es imponer una verdad inmutable, sino buscar un sentido que se construye y se afina con el tiempo. El autor que se abre a esa idea deja de temerle al error y empieza a valorarlo como parte del camino.


El escritor que se construye

En última instancia, la figura del escritor no se define por un único libro ni por un golpe de inspiración repentino. Se construye con paciencia y perseverancia, con lecturas y reescrituras, con textos que no alcanzan y con otros que sorprenden. Cada intento, incluso el que no llega a publicarse, deja una marca que contribuye a formar esa figura.

Por eso, escribir no debería ser un ejercicio de perfección sino de persistencia. La obra que “vale la pena” no es un milagro aislado: es el resultado de muchas obras imperfectas que la precedieron y la hicieron posible.

Volver sobre las palabras de Watterson ayuda a recordar que la escritura auténtica nace del equilibrio entre humildad y propósito: la humildad de reconocer que no se sabe todo, que siempre hay margen para crecer; y el propósito de saber por qué se escribe, qué se quiere decir y a quién se quiere decir.

Esa combinación es la que permite salir del capricho y del miedo, de la parálisis y del ego, y entrar en el territorio más fértil de la escritura: el del proceso en movimiento. En ese territorio, el autor deja de ser una figura estática y se convierte en alguien que se hace, texto a texto, hasta que un día descubre que, entre todas las páginas “no tan buenas”, ha nacido una que sí dice lo que quería decir. Y entonces, recién entonces, comprende que escribir no era llegar, sino aprender a avanzar.

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© 2020 Nuria Gómez Belart 

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