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Tachar palabras o repensar por qué escribimos como escribimos

  • Foto del escritor: Nuria Gómez Belart
    Nuria Gómez Belart
  • hace 2 días
  • 6 Min. de lectura

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En casi todos los manuales de redacción jurídica, administrativa o profesional se repiten cuatro recomendaciones que se presentan como las llaves maestras para lograr textos claros: eliminar las preposiciones innecesarias, activar los verbos escondidos en sustantivos, reducir el lenguaje técnico superfluo y preferir la voz activa. Son consejos útiles y necesarios, sobre todo cuando se trabaja con textos enredados o demasiado formales. No hay dudas de que atender a estas cuestiones mejora la legibilidad y hace más accesible la información. Pero detenerse ahí implica aceptar una idea reducida de lo que significa clarificar. La claridad no se agota en operaciones técnicas, ni en listas de correcciones que se aplican de manera automática. Clarificar un texto es, sobre todo, una tarea de pensamiento.

La tentación de reducir la escritura clara a un conjunto de procedimientos mecánicos es comprensible: son fáciles de enseñar, de recordar y de aplicar. Cualquier persona que corrija textos puede entrenar el ojo para detectar preposiciones innecesarias, nominalizaciones excesivas o construcciones pasivas mal empleadas. Y, sin embargo, aun después de hacer todos esos ajustes, muchos textos siguen siendo difíciles de leer. No porque estén mal escritos en términos gramaticales o porque carezcan de estructura, sino porque no hay detrás de ellos una verdadera reflexión sobre lo que se quiere decir y por qué se dice de esa manera.

 

La claridad nace de la conciencia, no del decálogo

La claridad no nace de la economía léxica ni del cumplimiento de un listado de reglas. Nace de la conciencia. Si cada palabra tiene peso —y lo tiene—, si cada decisión sintáctica encierra un propósito comunicativo, entonces la simplificación deja de ser una meta para convertirse en una consecuencia natural. Cuando se piensa con atención en lo que se quiere transmitir, las frases innecesariamente largas comienzan a incomodar, los floreos discursivos pierden atractivo y la acumulación de tecnicismos deja de parecer una demostración de saber. La claridad aparece como resultado inevitable de un trabajo previo: preguntarse qué se quiere decir, para qué, desde qué lugar y con qué efectos.

La pregunta clave no es cómo eliminar palabras, sino por qué escribimos como escribimos. Por qué preferimos una oración retorcida a una sencilla. Por qué nos inclinamos por fórmulas heredadas que no dicen nada, cuando nosotros mismos, como lectores, las salteamos porque sabemos que no aportan información. Por qué rodeamos lo importante con un manto de solemnidad, como si la opacidad del discurso garantizara autoridad o prestigio. Esas preguntas incomodan, pero son las que realmente abren el camino hacia la claridad.

 

Tradición, prestigio e inseguridad: lo que hay detrás de las fórmulas vacías

La respuesta no es única ni sencilla. En muchos casos, el peso de la tradición explica por qué seguimos utilizando estructuras y expresiones que ya no tienen razón de ser. “Así se escribe” es una de las frases más poderosas y más dañinas que circulan en ámbitos institucionales, jurídicos y académicos. Las fórmulas vacías sobreviven porque han sobrevivido siempre; nadie las cuestiona porque forman parte del paisaje. Y así, lo que nació como un recurso expresivo en un contexto histórico determinado se convierte en un automatismo perpetuado por la costumbre.

Hay también un componente de inseguridad. Durante siglos, el lenguaje complejo y solemne se asoció con el saber y el poder. En muchas instituciones, escribir difícil era —y en parte sigue siendo— una forma de marcar jerarquías. Un texto rebuscado parecía más legítimo, más serio, más “profesional” que uno claro y directo. Esa asociación cultural pesa incluso sobre quienes saben que la complejidad innecesaria entorpece la comunicación. El temor a parecer simples, a que el texto pierda autoridad si se expresa con naturalidad, frena muchas veces cualquier intento de escribir con mayor precisión.

 

Cuando el lector desaparece del horizonte

Pero también hay algo más profundo: una distancia entre quien escribe y quien lee. Muchos textos institucionales parecen escritos para quien los produce, no para quien los recibe. Se redactan como si el lector fuera un mero trámite, una instancia inevitable, pero no un destinatario real con necesidades concretas. Cuando se escribe desde esa lógica, lo importante no es la comprensión sino el cumplimiento: que el documento exista, que tenga la forma esperada, que use las expresiones consagradas, aunque no las entienda nadie.

Esa desconexión se percibe con claridad en un fenómeno cotidiano: quienes redactan textos llenos de fórmulas vacías son, al mismo tiempo, lectores impacientes que las saltean. Nadie disfruta leer páginas enteras de frases hechas que no aportan información. Sin embargo, cuando llega el momento de escribir, muchas personas repiten esas mismas frases sin pensar. Esa contradicción revela hasta qué punto escribir claro no depende solo de conocer técnicas, sino de revisar las ideas que sostienen nuestra escritura.

 

Clarificar no es empobrecer

Clarificar no significa empobrecer. No se trata de eliminar tecnicismos porque sí, ni de condenar todas las nominalizaciones o todas las oraciones pasivas. A veces, un término técnico es necesario porque no hay otro que exprese con la misma precisión lo que se quiere decir. A veces, una nominalización aporta matices que se perderían al volver al verbo. A veces, la voz pasiva es la opción más adecuada porque el foco debe estar en la acción y no en el agente. El problema no está en el uso de estos recursos, sino en el uso irreflexivo. En la costumbre de emplearlos sin preguntarse qué aportan, sin medir su efecto en la comprensión del lector.

La claridad es también una cuestión ética. Quien escribe ejerce poder sobre quien lee: organiza la información, decide qué destacar y qué ocultar, determina el orden y el ritmo con que se accede al sentido. Esa posición de poder implica una responsabilidad. Cuando un texto obliga a releer varias veces una frase para entenderla, cuando retrasa el acceso a la información con rodeos innecesarios o exige conocimientos que el destinatario no tiene, no es solo un problema estilístico: es una forma de exclusión. Clarificar es, en ese sentido, una manera de reconocer al otro, de asumir que quien lee merece respeto y que su tiempo vale.

 

La escritura como acto deliberado

Pensar la claridad desde esta perspectiva transforma por completo el trabajo de escritura. Ya no se trata de aplicar recetas, sino de revisar las decisiones que tomamos en cada oración. Por qué elegimos esa palabra y no otra. Por qué optamos por una estructura enrevesada cuando hay una forma más directa. Qué efecto esperamos lograr con un giro formal que sabemos que nadie leerá. Cada una de esas preguntas nos obliga a abandonar el piloto automático y a escribir con conciencia.

Ese cambio de enfoque tiene un efecto multiplicador. Un texto claro no solo se lee mejor: también construye vínculos de confianza. En el ámbito institucional, la claridad fortalece la relación entre el Estado y la ciudadanía porque reduce la distancia simbólica que muchas veces separa a ambos. En el ámbito jurídico, mejora el acceso a la justicia porque permite que las personas comprendan sus derechos y obligaciones. En el ámbito académico, amplía el alcance del conocimiento porque lo vuelve accesible a más lectores. La claridad no es un detalle estilístico: es una herramienta de democratización.

 

Pensar antes de escribir

Quizás por eso resulte insuficiente limitar la discusión a las cuatro recomendaciones técnicas más habituales. Cuestionar las preposiciones innecesarias, evitar las nominalizaciones, eliminar el lenguaje inflado y preferir la voz activa son pasos importantes, pero no bastan. Son el punto de partida de un proceso más amplio que exige repensar nuestras prácticas de escritura, revisar nuestras tradiciones discursivas y, sobre todo, asumir que escribir es un acto que implica decisiones. Y cada decisión tiene consecuencias.

La escritura no es un espacio neutro. Es el lugar donde se pone en juego nuestra relación con el saber, con el poder, con la autoridad y con el otro. Es el lugar donde decidimos si queremos construir puentes o levantar barreras. Por eso, cada palabra importa. No porque sea “correcta” o “incorrecta” en términos normativos, sino porque encarna una forma de mirar y de relacionarnos con quien está del otro lado del texto.

Clarificar, en definitiva, no es tachar palabras. Es preguntarse por qué están ahí. Es entender que simplificar no es rebajar, sino asumir que comunicar implica hacerse entender. Y que escribir claro no significa escribir menos, sino escribir mejor. Cuando esa conciencia se vuelve parte de la práctica, la claridad deja de ser un objetivo externo y se convierte en una consecuencia inevitable. Y entonces sí, las preposiciones innecesarias, las nominalizaciones excesivas, los giros solemnes y las pasivas improductivas desaparecerán casi por sí solas. Porque el texto habrá dejado de ser un conjunto de fórmulas y se habrá convertido en lo que siempre debió ser: un acto deliberado de comunicación con otro.

 

© 2020 Nuria Gómez Belart 

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