Escribir con claridad también es una rutina
- Nuria Gómez Belart
- 29 sept
- 4 Min. de lectura

Las siglas son como las pecas: aparecen sin que una lo espere, se acumulan y, de pronto, parecen invadirlo todo. En los textos profesionales ocurre lo mismo: una página que debería ser clara y accesible se convierte en un mosaico de abreviaturas que el lector tiene que descifrar como si fuera un acertijo. Y, sin embargo, igual que con las pecas, no se trata de eliminarlas por completo —porque algunas cumplen una función útil—, sino de mantenerlas bajo control con una rutina de cuidado.
Una rutina de cuidado para las siglas
El primer paso es preguntarse: ¿voy a usar esta sigla menos de cuatro veces en el documento? Si la respuesta es sí, entonces no hace falta introducirla. Es mejor escribir siempre el término completo. La sigla solo tiene sentido cuando permite ahorrar esfuerzo en un texto donde aparece muchas veces.
Otro criterio es observar la longitud. Si la sigla tiene solo dos letras —como FY para financial year o QA para quality assurance— conviene evitarla. Esas combinaciones son demasiado crípticas y no ofrecen ventaja frente a escribir directamente “ejercicio financiero” o “aseguramiento de la calidad”.
También resulta útil preguntarse si existe una palabra común que pueda reemplazar la sigla. En lugar de hablar del Quarterly Business Performance Report como QBPR, ¿no alcanza con decir “el informe”? En vez de presentar al Business Development Support Team como BDST, ¿no es más claro llamarlo simplemente “el equipo”? Las palabras corrientes se deslizan con mayor facilidad en la mente del lector.
Al aplicar estas preguntas, lo que queda es un conjunto reducido de siglas verdaderamente necesarias. Y esas pocas se presentan siempre con su forma completa en la primera mención, como muestra de respeto por quien lee. Es un detalle sencillo que evita suponer conocimientos previos y, al mismo tiempo, transmite consideración.
Un ejemplo de claridad institucional
La preocupación por reducir siglas y tecnicismos se inscribe en un movimiento más amplio hacia el lenguaje claro. Un buen ejemplo proviene del gobierno del estado de Victoria, en Australia, donde existe una comunidad muy activa dedicada a mejorar la comunicación pública. En sus páginas web se pueden encontrar materiales que resumen bien las virtudes de este enfoque.
Una de ellas es la sección dedicada a la tarjeta digital para trabajar con niños. Allí, la claridad se despliega en varios niveles. El título es informativo y responde de inmediato a la pregunta básica: “¿de qué trata esta página?”. La primera frase no se pierde en formalidades, sino que se centra en la acción concreta que el lector quiere realizar. Los encabezados no son genéricos, sino que reproducen las preguntas que la ciudadanía efectivamente se formula. Y las instrucciones no se limitan al texto: están bien espaciadas, se acompañan con imágenes y videos, y se ordenan de manera que guían paso a paso.
Todo esto parece obvio, pero en la práctica no lo es. La mayoría de los sitios institucionales se organizan pensando más en la lógica interna de la burocracia que en las necesidades de las personas. Lo que muestra el gobierno de Victoria es que se puede diseñar la información desde el lugar del lector, anticipando sus preguntas y facilitando sus acciones. En otras palabras, que la claridad no es solo una cuestión de estilo, sino también de empatía.
La claridad como disciplina y como creatividad
Hablar de rutinas de escritura y de buenas prácticas institucionales puede sonar rígido. Pero la claridad no es lo opuesto a la creatividad: más bien es su aliada. Quien escribió durante un mes seguido en LinkedIn lo comprobó en carne propia. El desafío de publicar todos los días implicó renunciar al perfeccionismo, aceptar que no todo sería brillante y animarse a compartir incluso aquello que parecía demasiado sencillo o trivial.
La experiencia reveló una verdad incómoda: muchas veces nos reprimimos por miedo a repetir lo que otros ya dijeron, a resultar poco interesantes o a exponernos al juicio ajeno. Ese freno interno termina apagando la creatividad. Al obligarse a publicar a diario, la autora de esa experiencia tuvo que atravesar esas barreras y descubrir que lo que parecía insignificante también podía conectar con otros.
Lo mismo ocurre con la claridad en la escritura profesional. Muchas veces se piensa que un texto más complicado es más valioso, que acumular siglas o tecnicismos da prestigio, o que las frases largas transmiten autoridad. En realidad, la claridad es también un acto creativo: consiste en encontrar la forma más simple y precisa de expresar lo necesario, sin rodeos ni adornos superfluos. Escribir claro no es escribir menos, sino escribir mejor.
Una invitación a revisar nuestras prácticas
La lección es doble. Por un lado, necesitamos rutinas que nos ayuden a controlar lo que puede opacar la comunicación —como el exceso de siglas—. Por otro, necesitamos animarnos a experimentar con nuevas formas de presentar la información, como hace la comunidad de práctica en Victoria o como quien se atreve a publicar todos los días sin esconderse detrás del perfeccionismo.
La claridad, entonces, es tanto disciplina como libertad. Disciplina porque requiere revisar nuestras decisiones de escritura, preguntarnos si cada sigla o cada tecnicismo es realmente necesario, y aplicar criterios consistentes. Libertad porque nos permite soltar viejos hábitos, probar formatos distintos y confiar en que lo simple también puede ser poderoso.
Escribir con claridad es un ejercicio constante. Requiere atención, empatía y, sobre todo, valentía para desafiar la idea de que solo lo complicado merece respeto. Lo que muestran la rutina de cuidado para las siglas, la página del gobierno de Victoria y la experiencia personal de escritura cotidiana es que la claridad libera: libera al lector de obstáculos innecesarios y libera a quien escribe de la pesada carga del perfeccionismo.



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