El corrector de textos profesional como garante de la claridad
- Nuria Gómez Belart
- 21 sept
- 5 Min. de lectura
Introducción

La claridad en los textos se ha consolidado como un derecho ciudadano y una obligación de las instituciones. En ámbitos como la administración pública, la justicia, la salud o la comunicación corporativa, las personas necesitan comprender lo que leen para actuar con seguridad. La publicación de la norma internacional ISO 24495-1:2023 Lenguaje claro. Principios rectores y directrices marcó un antes y un después: por primera vez, la claridad textual se definió con un marco normativo internacional que describe qué significa que un documento sea claro y cómo medirlo.
La existencia de una norma, sin embargo, no basta para transformar los textos. Se necesitan profesionales con las competencias necesarias para aplicarla de manera sistemática. El corrector de textos profesional cumple ese rol porque combina saber normativo, dominio del análisis discursivo y una ética de la comunicación centrada en el derecho a comprender. Su tarea no se limita a reparar errores: diagnostica la macroestructura, organiza la información, ajusta el lenguaje y supervisa que la presentación acompañe la lectura. Por ello, es el perfil mejor preparado para hacer operativos los cuatro principios que la ISO consagra como base del lenguaje claro.
Propósito y destinatarios: la brújula de la claridad
El primer principio de la ISO sostiene que un documento en lenguaje claro debe tener un propósito definido y responder a las necesidades de sus destinatarios. La claridad no se mide solo por la corrección gramatical, sino por la capacidad de que el texto cumpla su función: informar, instruir, autorizar, prohibir o solicitar una acción. Como recuerda Gael Spivak, apenas una fracción de la norma se dedica a elecciones léxicas; la mayor parte se centra en la pertinencia y la usabilidad.
El corrector garantiza este principio porque sabe identificar el núcleo de la comunicación y destacarlo frente a la información secundaria. En muchos documentos administrativos —como se señala en Perdidos en el laberinto de las palabras— la dificultad no reside en los términos técnicos, sino en que el mandato queda oculto entre antecedentes o fórmulas rutinarias. Una resolución puede estar impecablemente redactada desde el punto de vista normativo y, sin embargo, resultar ineficaz si la acción principal aparece relegada al final de párrafos extensos. El corrector profesional evita esa opacidad: ajusta el orden, elimina redundancias y selecciona un registro adecuado a la situación comunicativa.
La claridad, en este plano, es también una cuestión ética. Rafael Felipe Oteriño, en el prólogo de Perdidos, observa que la ininteligibilidad constituye un desaire hacia el destinatario. El corrector hace visible el propósito y lo formula en términos comprensibles para que el lector pueda ejercer su derecho a entender.
Estructura y navegación: orden que facilita la búsqueda
El segundo principio de la ISO plantea que la información debe organizarse de manera lógica y permitir una navegación evidente. Un texto claro no solo se define por las palabras que usa, sino por la forma en que dispone las ideas y las jerarquías informativas. Cuando un documento encadena subordinadas, acumula antecedentes o dispersa lo esencial entre rodeos, el lector se pierde.
El corrector, formado en macrosintaxis y en análisis de la progresión temática, está preparado para reorganizar ese material y devolverle coherencia. Tal como se explica en Perdidos, muchos de los problemas de comprensión en la escritura institucional provienen de estructuras que diluyen el foco de la información. La corrección profesional consiste en destacar el núcleo y desplazar a un segundo plano lo accesorio.
La experiencia internacional confirma el valor de este principio. En el PLAIN eJournal, Chantale Audet y Amélie Bourret relatan cómo lograron transformar guías de salud pública complejas en un resumen ciudadano navegable, con secciones claras y encabezados que adelantaban el contenido. Ese tipo de intervención es la que un corrector realiza de manera cotidiana: jerarquiza, ordena y segmenta para que la información relevante se encuentre sin esfuerzo.
Lenguaje y estilo: precisión que evita ambigüedades
El tercer principio exige utilizar palabras familiares, construcciones directas y definiciones accesibles, sin perder exactitud. La claridad no significa simplificar en exceso ni infantilizar, sino elegir formas expresivas que permitan comprender conceptos complejos sin sacrificar rigor. Julie Clement, al analizar la aplicación de la ISO en el ámbito jurídico, subraya que el lenguaje claro no implica rebajar la técnica, sino expresarla de manera que no genere inseguridad interpretativa.
Aquí el corrector es decisivo. Sabe cuándo mantener un tecnicismo porque es necesario y cuándo acompañarlo con una glosa breve. Ajusta la correlación verbal, evita perífrasis innecesarias y sustituye nominalizaciones que encubren acciones. Perdidos muestra cómo expresiones burocráticas como “correspondería proceder a dar inicio” generan ambigüedad y desalientan la comprensión; el corrector las transforma en verbos concretos que explicitan la acción.
La mirada profesional se centra en garantizar que la frase sea comprensible a la primera lectura, sin dejar de ser precisa. El resultado es un texto que equilibra exactitud conceptual y accesibilidad comunicativa, un objetivo que coincide plenamente con la definición de la ISO.
Diseño de la información y presentación: forma que habilita la acción
El cuarto principio amplía el campo hacia la forma en que se presenta el texto. La claridad no depende únicamente de la redacción: un documento con bloques interminables, títulos poco informativos o tipografía inconsistente resulta difícil de leer, aunque esté bien escrito.
El corrector, en su rol de garante editorial, vela porque la disposición gráfica refuerce la comprensión. Supervisa la segmentación de párrafos, propone subtítulos claros, alerta sobre el exceso de negritas o cursivas y sugiere recursos como listas o cuadros comparativos para facilitar la localización de la información. En Perdidos se observa cómo la acumulación de antecedentes en párrafos largos convierte la lectura en una experiencia hostil. La macrosintaxis enseña que la claridad depende también de la materialidad del texto en la página: la presentación es inseparable de la inteligibilidad.
Rob Waller, en su trabajo sobre la parte 5 de la ISO dedicada al diseño documental, afirma que un texto mal diagramado puede volverse inaccesible aunque sus frases sean transparentes. La corrección profesional incorpora esta dimensión: revisa que la forma acompañe al sentido y que la presentación no se convierta en un obstáculo, sino en una vía que habilite la acción.
El corrector como garante integral de la claridad
Los cuatro principios de la ISO forman un sistema que articula propósito, estructura, lenguaje y presentación. El corrector profesional es quien mejor puede asegurar su cumplimiento porque integra en su práctica la mirada normativa, la capacidad de diagnóstico discursivo y la sensibilidad hacia la experiencia de lectura. Su trabajo no es accesorio ni ornamental: es una función comunicacional con impacto en la transparencia institucional y en el ejercicio de los derechos ciudadanos.
Perdidos en el laberinto de las palabras demostró que los problemas de claridad textual son estructurales y macrosintácticos antes que léxicos, y que oscurecer el lenguaje implica una forma de descortesía hacia la ciudadanía. La ISO, al poner en el centro a los destinatarios, coincide con esa lectura y ofrece un estándar para medir y garantizar la comprensibilidad. El corrector convierte esos principios en práctica efectiva: diagnostica, interviene y verifica que un texto cumpla con su propósito, se organice de manera comprensible, use un lenguaje preciso y adopte una forma que habilite la acción.
La claridad, entendida como derecho y como responsabilidad, encuentra en el corrector de textos profesional a su principal garante. Allí donde la norma traza lineamientos, la corrección los vuelve realidad.